sábado, junio 10, 2006

CUENTOS




El último duende


José echó a correr. Había encontrado junto al pozo, un diminuto hombrecito de sombrero rojo. Aquella historia fantástica que el viejo Herminio una vez le contó, se había tornado en una increíble realidad. No, no puede ser cierto, aquel hombrecito no existe; es sólo el resultado de un espejismo, el sol está muy fuerte esta mañana, pensó.
José estaba alelado, apenas podía dominar su miedo. Sin embargo quiso convencerse y escondiéndose entre los maíces, se fue acercando lentamente hasta el viejo pozo, evitando las hojas secas y hasta el agitado sonido de su respiración; no había más ruido que el melancólico lamento del viento. Claramente podía oír los acelerados latidos de su corazón. Despacio... paso a paso hasta llegar al saúco. Tras él aparecería el pozo.
-¿Seguirá el duende ahí?-
- ¿Y si me encanta?-
- ¿Y si me ahoga en el pozo?- se preguntaba temeroso.
Fue estirando el cuello, despacio, con un movimiento casi imperceptible, tardó mucho en aparecer. Sus negros cabellos primero, su frente, sus cejas ralas, despacio... fueron apareciendo sus ojos. Tenía sus pupilas turbadas, sus ojos tenían un aspecto vidrioso, enormes, abiertos al máximo, dispuestos a captar toda imagen y movimiento.
Dios mío! ¡no me equivoqué!- -¡no fue un espejismo no fue el sol! –
En la pirca del pozo, meditabundo, ajeno al mundo que lo rodeaba, se hallaba un diminuto hombrecito inmóvil. Tan pequeño como un dedo meñique.
José no podía creerlo, se limpió los ojos una y otra vez y aquel hombrecito seguía sentado, sumergido en sus pensamientos.
José distinguía nítidamente cada detalle de la indumentaria de aquel minúsculo hombrecito; vestía un traje verde ceñido perfectamente a su cuerpo, unas botas que parecían ser de cuero; tenía la piel blanca y los cabellos canos, que contrastaban con su tupida barba y sobre la cabecita de aquel ser tan particular y regordete había un sombrero rojo que le hacía sombra a su blanquecino rostro.
Que extraño, el abuelo le había dicho que los duendes no podían estar mucho tiempo bajo el sol, y este en cambio ya llevaba buen rato expuesto al sol.
De repente, aquel hombrecito se había recostado en la pirca, pudiendo apreciársele en toda su magnitud; no debería medir más de cinco centímetros, era tan pequeño y tan extraño.
José lo miraba sin hacer ruido, parecía que por fin se había quedado dormido, estaba tan quieto que parecía una piedra, esta vez el sol le llegaba en el rostro, por lo que José pudo ver desde su escondite sus rubias pestañas que brillaban como el oro.
Está dormido, ¿y si lo llevo para que lo vea el abuelo?, no, mejor traeré al abuelo, pero si el duende se marcha, mejor lo llevaré con el abuelo.-
Nuevamente José se acercaba hasta el diminuto hombrecito sin hacer el menor ruido, pisaba el suelo con la más sutil delicadeza economizando hasta el más mínimo movimiento.
Era increíble tenía frente a él a un verdadero duende tendido sobre una piedra, acercó su mano hasta tomar al pequeño entre sus dedos.
Pero... ¿Qué sucede?, no se ha despertado- . Le dio un jalón de su verdusco traje y el hombrecito seguía inmóvil, tan quieto como una roca.
¡Está muerto! – Gritó José con Angustia, tomó el camino de regreso apresuradamente, tenía ansiedad por llegar hasta la casa. Qué lejos le parecía ahora, apenas apareció ante él la ancha pared de la casona empezó a gritar desesperado.
- ¡Abuelo! - -¡Abuelo!-
El abuelo corrió hasta la puerta sobresaltado, al oír los gritos desesperados de su nieto.
-¿es que te has vuelto loco?-
-¡Abuelo!- -¡Abuelo!- mire esto, explicó mientras extendía la palma de su mano
es un duende que se durmió en la pirca del pozo-
- ¿Qué tonterías dices?- Respondió el abuelo incrédulo a las afirmaciones del mozalbete.
Todo ese escepticismo se envolvió de silencio de repente, cuando José le extendió la mano con el pequeño hombrecito en ella.
Aquel anciano no podía dar crédito a lo que veía, era un hombre tan pequeño que hasta tuvo miedo de tomarlo entre sus dedos. El viejo estaba mudo, perplejo, tratando de ordenar cada idea, hasta poder entender lo que estaba sucediendo.
- Lo encontré en el pozo, tomaba el sol y luego se recostó en la pirca-
Que extraño, los duendes no pueden permanecer mucho tiempo en el sol, y al contrario prefieren los lugares oscuros- repuso el anciano quien había escuchado lo mismo de su padre y su abuelo, cuando le solían contar historias sobre tan singulares hombrecitos.
Tal vez le haga falta un poco de agua- murmuró mientras lo tendía en la mesa y con una cuchara le derramaba agua fresca en su pequeño rostro.
El hombrecito se reanimaba, tenía los ojos cerrados, sus pestañas empezaron a vibrar, sus pequeños labios se estaban moviendo. Estaba hablando. Ambos se acercaron aún más para poder escuchar aquellas palabras.
-Todos se han ido, ya no queda nada-
Un silencio pausado por murmullos leves y sin sentido continuaron. Habían pasado dos horas de esas palabras, cuando el hombrecito se incorporó atolondradamente como despertando de un mal sueño, de una horrible pesadilla.
Una mirada inquisitiva se clavó en los ojos de los dos espectadores, el hombrecito se había dado cuenta que estaba en poder de ese par de humanos, sin embargo, parecía resignado.
-¡Maldito sea el que me trajo aquí y no me dejó morir!- gritó con indignación.
El abuelo y su nieto se miraron sin atinar a decir nada. El pequeñín había hablado y estaba furioso.
-¿quién de ustedes cometió tremenda imprudencia?- indagó el hombrecito dirigiéndose al niño y al anciano que lo miraban sin alcanzar a comprenderlo.
-Se ha vuelto loco, tal vez es un pequeño demonio al que le quitamos la oportunidad de regresar a su infierno, ¿estará borracho? ¿acaso los duendes beben?-
-Disculpe usted pequeño amigo- se dirigió el viejo al duende. -Pero creo que usted es un mal agradecido o un orate sin sentido.
-Te atreves a llamarme loco, desdichado vejestorio, después de negarme la oportunidad de morir-
-Eso es lo que no entiendo diminuto buscapleitos, te hemos salvado de que mueras por el efecto de ese sol al que ustedes no pueden soportar por mucho tiempo; y nos llamas imprudentes- -¿cuál es la razón para que un hombrecito como tú busque acabar con su vida?-
Un gran silencio invadió el ambiente, el hombrecito se había callado, no respondía, tenía la mirada extraviada, una lágrima se deslizó por su mejilla hasta perderse en su pequeño traje. Estaba llorando.
-Oh, lo siento discúlpame, he sido un imprudente-se disculpó el anciano
-No, no hay nada que disculpar, soy yo quien se debe disculpar, por llamarle vejestorio e imprudente, en vez de dar gracias, por salvarme la vida-.
-Un silencio ligero nuevamente interrumpió la charla-
-Soy el último duende de una gran población. Vivíamos felices en el cerro más alto, hasta que un día se oyó una gran explosión, enorme... murieron muchos, cientos de mis hermanos aplastados por las rocas, fue el hombre quien causó toda esa explosión, buscadores de oro que abrían una mina que luego de unos años abandonaron. Entonces nos fuimos al bosque, mucho tiempo vivimos ahí, entre el aire fresco de grandes robles y hierba verde, hasta que el hombre llegó y fue cortando cada tronco hasta convertir el bosque en un lugar podado por la muerte, ni los pájaros se quedaron ni se oyó más el viento. Un día lo poco que quedaba de aquel verde bosque fue incendiado y con él nuestras secretas moradas y sus habitantes; murieron casi todos, quedamos sólo algunos. Era entonces el bosque un gran carbón que daba miedo mirarlo. Fue horrible, los pocos que quedamos buscamos el campo, donde vivimos por algunos años, compartiendo el campo con los hermanos sapos, los hermanos gusanos, las hermanas hojas, la hermana tierra; hasta que un día llegó el mal hermano, el hombre, y en su afán de sacar oro de la tierra contaminó el agua con sustancias desconocidas y uno a uno murieron mis últimos hermanos, fui el único desdichado que se quedó con vida. Cuando los hallé a todos muertos quise morir yo también, fue entonces cuando pensé en el sol, sería él quien acabaría con mi pena. Pero llegaron ustedes, y ahora estoy aquí recordando lo que la vida y el hombre me quitó-

Con un suspiro concluyó el hombrecito mientras se limpiaba las lágrimas que humedecían su rostro. Había sido injusta la vida con él; tenía una sombra de tristeza en su mirada.
¡Cuánto lo siento hombrecito, lo siento de veras... Pero no es bueno que seas tú el que disponga de tu vida, debe ser Dios quien lo haga y para que te convenzas te leeré un pequeño párrafo de este gran libro que se llama la Biblia-.
¿Acaso me consideras un ignorante?, he leído la Biblia más veces de las que tú puedas imaginar-. Protesto el pequeñín
- ¡Increíble! ¿Sabes acaso leer?- Interrogo el anciano con sorpresa.
- ¡maldición! ¿Acaso tengo la cara de un analfabeto?- He leído más libros de los que tú puedas leer en toda tu existencia. Shakespeare, Moliere, Cervantes, Homero-.
Pues bien ¿entonces que sucede contigo?, si leíste la Biblia parece que no entendiste absolutamente nada.
La entendí perfectamente... sólo que no es fácil resignarse a veces-.
Nada es fácil pequeño amigo, sin embargo veo que eres fuerte y que no volverás a intentar una cosa semejante, apeló el viejo Herminio pasándole el índice por los diminutos y escasos cabellos del hombrecito.
El pequeño duende tenía la mirada fija en el vacío, se había callado nuevamente.
-¡Juguemos ajedrez!- interrumpió el hombrecito, dirigiéndose hacia el tablero que se hallaba perfectamente instalado a su lado, en la misma mesa en la que él se hallaba. El pequeño José miraba asombrado al abuelo.
-¡No me diga que usted sabe jugar al ajedrez!- Exclamó el niño con enorme admiración.
- ¡Bah- Dijo el duendecillo haciendo un gesto de petulancia – Lo aprendí hace tres siglos, cuando un grupo de españoles jugaba en la vieja casona en la que vivíamos-. Agregó mientras se paseaba por el tablero recorriendo cada una de las casillas, examinando cada pieza, era tan pequeño que apenas le ganaba en altura a un peón.
- ¡que corcel tan original!- concluyó, refiriéndose al caballo que parecía tener vida.
- Necesito subirme a algo para tener una visión adecuada- protestó luego el hombrecito, a lo que el abuelo respondió trayéndole tres grandes libros a los que apiló para luego hacerle subir sobre ellos..
Bien. Así está mejor. ¿estás listo para perder?- preguntó con ironía el hombrecito. El viejo Herminio lo miraba por entre sus tupidas cejas mientras limpiaba cuidadosamente sus anteojos.
Bien, bien, mueve el peón de rey a la casilla cuarta, por favor - señaló el duende que había tomado las piezas blancas.
Y cómo se llama nuestro pequeño amigo?- inquirió el viejo mientras realizaba los primeros movimientos.
-Francisco, Francisco es mi nombre- repitió el hombrecito muy concentrado - ¿ y el tuyo?
-Herminio y el de mi nieto es José-
-¡Herminio! Ja, ja, ja que gracioso nombre-
De hecho aquel pequeño ser no era muy amable. La partida continuó sin más interrupciones que las que hacía el duendecillo para cantar sus jugadas, las que el viejo Herminio ejecutaba con inmutable precisión.
De repente el silencio y la quietud del ambiente fueron quebrados por una risita singular y contagiosa.
-¡Mate! - Ja ja ja ¡qué manera tan ridícula de perder!- Repuso el duende que había ganado la partida sin problemas. Herminio tenía la mirada fija en el tablero, contemplando tan humillante derrota. Se había puesto rojo, tan rojo como el sombrero de francisco, el duende.
No debiste tomar el corcel, caíste en una típica celada, en la misma que cayó Almagro cuando jugaba con Pizarro-
- ¿Es que tú los conociste acaso? Inquirió desconcertado el abuelo.
Claro que sí, pude ver a los conquistadores desde el techo de la casa en que ellos jugaban, eso fue hace mucho tiempo, estaban de paso por aquel lugar, fue una gran lección. Recuerdo que Almagro se puso furioso y sacó un objeto de oro y se lo dio a Pizarro. Era un choclo hermoso, todo de oro, brillaba como el sol. Deben ustedes saber que nosotros los duendes, vivimos muchos años, siglos, hasta cinco siglos.- prosiguió
-¿Y luego qué? – preguntó José impaciente.
Luego de los cinco siglos todo acaba, es como un sueño del que ya no despertamos jamás-
-¿Y cuantos años tiene Usted?- inquirió de nuevo el niño.
El hombrecito pensó un momento y fingió luego una sonrisa.
No moriré aún, sólo tengo trescientos años- dijo con una tristeza escondida tras su sonrisa al mismo tiempo que balanceaba sus piernecitas como si fueran el péndulo de un viejo reloj. Así nació una gran amistad entre aquel trío tan desigual. Un duende, un anciano, y un niño. El pequeñín vivió desde entonces junto a ellos, ellos a su vez aprendieron mucho del hombrecito tan sabio y tan culto, de hecho era una eminencia en letras y en casi todas las ciencias.
Una mañana llegó noviembre, estaba más frío y más triste que de costumbre. El cielo estaba colmado de densas nubes que ennegrecían la atmósfera dándole un tono triste. El viejo Herminio se levantó tan contento como de costumbre cuando una vocecita lo llamó muy bajito.
-Herminio, viejo-Herminio se acercó presuroso hasta la pequeña cajita llena de algodón en la que dormía el pequeño duende.
-Hoy cumplo años, viejo- murmuró el hombrecito débilmente, recostado en su lecho.
-¡Grandioso, grandioso, festejémoslo!- repuso el viejo Herminio emocionado.
-¿Es que no entiendes acaso?-
-Hoy es mi último cumpleaños-
-Hoy he cumplido los quinientos- sentenció con tranquilidad el duende.
-Pero si tú...- titubeo el anciano con ternura
-Sí, sí, te dije que tenía trescientos- interrumpió-Pero es que no quería decirles la verdad, hasta que llegara el momento. Y el momento ha llegado-
Un manantial de lágrimas brotó de los ojos del viejo Herminio, el niño aún dormía. El pequeño hombrecito cerró los ojos y dio un suspiro tan sublime como el viento del alba. Su rostro estaba extrañamente sonrosado en ese día. Afuera la lluvia caía.


Otra casa de cartón




A ti: No te odio porque el odio es un sentimiento y yo por ti ya no siento nada.



Habían dado las dos de la madrugada cuando el ruido de un motor alertó a Javier, quien aún se mantenía en vigilia impresionado por sus recuerdos. El ruido de las llaves en la puerta anunció la llegada de Claudia. Otra vez él se dio una vuelta en la cama y fingió dormir en profundo sueño. Los pasos se fueron haciendo más cercanos hasta llegar a la habitación. La luz se encendió iluminándolo todo; esa blanquecina luz del fluorescente molestó al pequeño Ernesto que dormía plácido en una cama contigua de la misma habitación; su cuerpecito giró mientras de sus labios brotaban incomprensibles diálogos talvez producto de su dulce sueño. Claudia quedó mirando con detenimiento la escena, el padre y el hijo dormían a plenitud; se quitó los zapatos con alivio y encendió el televisor. Javier fingió despertar súbitamente, con los ojos entreabiertos preguntó: -¿qué hora es?-
-La una- respondió Claudia mientras se desvestía. Él pudo ver su blanco cuerpo desnudándose, pero una sensación extraña lo invadía; después de cinco años de matrimonio sentía temores que lo doblegaban, cinco años de casados, siete años de amor antes del matrimonio, doce años que se le escapaban de las manos, la familia se desintegraba, el niño aún muy pequeño para todo esto. -¿cómo te fue?- Preguntó impacientándose por tan corta respuesta.
-Bien, fue una bonita fiesta- Y se envolvió en las frazadas dándole la espalda. Él sabía que hacía tiempo las cosas se habían deteriorado, desde que Tata apareció en sus vidas todo tomó un matiz diferente, Tata era una mujer a quien Claudia conoció en el hospital, en su trabajo de enfermera. Tata trabajaba en cosas administrativas, era una técnica en servicios contables, costeña, acriollada, de piel oscura y rasgos hombrunos, fea, muy fea para ser mujer. Empezó por las acompañadas nocturnas de regreso a casa; cuando salían del hospital iban juntas hasta la casa caminando en amena parla, esos acompañamientos nocturnos se hicieron cotidianos, eternos y Javier fue siendo desplazado imperceptiblemente, fue cediendo terreno lentamente. Cuando él decidía ir a recoger a Claudia de su trabajo, iba a esperarla donde siempre, en la esquina frente al hospital, en el mismo lugar donde la esperó por años pero inevitablemente siempre encontraba a Tata esperando, siempre se le adelantaba. Luego empezaron las visitas a la casa con más frecuencia cada vez. Pero el hastío desbordó cuando Tata fue despedida del hospital por reducción de personal y se quedó sin empleo. Las visitas a la casa se fueron prolongando, hasta tomar el día entero y parte de la noche. Javier empezó a analizar con detenimiento la conducta de Tata, se reía como un camionero, su voz era fuerte y socarrona, gustaba fumar y llenar crucigramas, siempre vestía de pantalón, nunca la vio usar una falda; en vez de cartera usaba una mochila y sus zapatos semejaban los de un militar en marcha de campaña.
Sus sospechas fueron alimentándose más con las salidas nocturnas de Claudia y Tata
- Son compromisos de trabajo- le decía Claudia,
- tú puedes venir si quieres- argumentaba.

Una noche Javier sabía que Claudia saldría a una fiesta con Tata. Se preparó y quiso sorprenderlas. Cuando Claudia regresó del hospital se acicaló con pulcritud, se contemplaba en el espejo mientras se maquillaba.
- Esta noche iremos juntos – Prorrumpió él. Ella fingió tranquilidad y sonrío.
- ¿qué te pasa ahora?- Interrogó disgustada.
- Nada. No es nada, es que quiero ir esta vez a la fiesta- añadió con una falsa sonrisa que trataba de ocultar el torrente de dudas y temores.
A las diez en punto Tata llegó en un taxi a recoger a Claudia, esta vez tendrían un acompañante extra, Claudia y Javier subieron al carro; el automóvil atravesó la ciudad hasta el lugar indicado donde sería la fiesta. En el fondo de su alma Javier abrigaba la esperanza de la existencia de la fiesta y así fue, la casa existía, también la fiesta, el grupo de enfermeras compañeras de Claudia y Tata estaban en una amena fiesta. El número de hombres era reducidísimo para el número de mujeres que habían en el salón, sólo cuatro hombres y más de veinte mujeres, esa desventaja numérica de géneros era aprovechada por Tata como el cazador que encuentra una manada de presas. La fiesta prosiguió, Tata bailaba feliz con Claudia, con Rita, con Andrea la chiquita, con Lisbeth, con Nimia; fumaba como un condenado y daba alaridos de felicidad.
Las sospechas se confirmaron, la conducta de Tata tenía mucho de hombre, un hombre estaba atrapado en ese cuerpo enteco y aberrante y luchaba por salir desesperadamente. El ron aumentaba su euforia y sus carcajadas rebotaban atrozmente en las paredes hasta desaparecer por las ventanas que daban a la calle.
De regreso a casa las cosas parecían evidentes ya no había dudas, Javier habló con Claudia sobre la conducta de Tata. Claudia aceptó que Tata tenía algunos arrebatos anormales que a nadie le hacían daño. Inocuos al mundo circundante de ambos.
-Ella es así, alegre, es su forma de ser- respondía abrumada por las interrogantes; una vida infeliz era el preludio de la vida de Tata, un abandono temprano en su niñez, la había dejado a expensas de unos tíos. Los primero años fue aceptada como la sobrina desamparada, encargada de hacer los mandados y la limpieza de la casa a cambio de la comida, mas luego, cuando su desviación fue descubierta, los tíos que hacían alarde de un catolicismo arraigado en la familia la echaron en el acto, aquella tarde que encontraron seduciendo a Nanita, la más hermosa de las hijas del tío Rigoberto; el acto colmó de ira y de repugnancia al viejo quien no dudó en lanzar las pertenencias de tata a la calle. Ahí empezó el éxodo de Sonia que era su verdadero nombre, le llamaban la Tata porque gustaba tararear canciones criollas, música a la que amaba y con la que más de una vez dio sonoras serenatas a sus potenciales víctimas, las que pese a su fealdad encontraban cierto agrado en su compañía, otras veces la manera de acercarse a las candidatas para su desviación era la simple propuesta de comer un pollito a la brasa, el método le resultó eficaz y muchas veces le dio espléndidos resultados, sin embargo también tuvo muchas negativas a sus bajas propuestas, por eso Tata se había convertido en un ser cauteloso y reservado.

Javier empezaba a quebrarse. Los días y las sospechas se fueron uniendo en un triste desenlace, mientras Tata ganaba espacio, Javier algunas noches llegaba borracho o de madrugada, cansado de seguir viviendo una mentira. Tata, mientras tanto empezó a habitar la casa cada vez con más frecuencia. Un domingo Javier entró de improviso a la cocina y encontró a Tata abrazando a Claudia por la espalda, acariciando sus pechos con vehemencia, mientras sus labios unidos se besaban con pasión; su respiración se detuvo, su cerebro sintió un extraño adormecimiento, sus piernas a duras penas
se mantenían erguidas.
Ellas se dejaron. El silencio fue absoluto. Javier volvió al cuarto donde el pequeño Ernesto miraba el Chavo del Ocho, lo encontró con la cabeza pegada a la pantalla, intentando entrar a la vecindad.
-Papito, quiero entrar a la vecindad del Chavo- dijo el niño sumido en el llanto por el vano intento del televisor. Los dos se abrazaron, fuerte, muy fuerte y pegaron las cabezas a la pantalla para ver si podrían, esta vez juntos, entrar a la vecindad definitivamente y para siempre.



Floripondio



Germán había crecido pensando que los gatos y las tías eran la realización de los seres humanos. Llegó a pensar que después de ser niño se convertiría en una vieja renegona y posteriormente en un gato para finalmente acabar convertido en un árbol de Floripondio. Y creía que la vida era así porque a sus once años su vida estaba marcada por un puñado de tías vetustas que le daban un cariño singular. Algunas veces lo utilizaban para los mandados a tiendas cercanas y otras para limpiar y refregar los pisos. No lo querían mucho. Pero sí amaban a sus gatos, felinos bien cuidados que recibían todas las atenciones de sus amas, eran tres gatos los que colmaban su existencia, no eran de raza. El infortunio para Germán y la buena fortuna para los felinos les habían hecho caer en esa morada donde encontraron todas las comodidades para establecer su hogar. Finalmente el Floripondio, árbol frondoso de aspecto greñoso y descuidado pero de irresistible perfume, cada día puntual a las cinco de la tarde como mágico sortilegio emanaba su clamoroso perfume, aroma que a esa hora se convertía en un canto de sirenas, ese perfume llamaba a las tías con un mudo lenguaje, ellas puntuales despercudían sus tejidos del día anterior y sentadas en las bancas de su jardín empezaban a aspirar ese denso perfume que las inundaba de felicidad.

Una de ellas cierta mañana llegó del mercado con un loro en una cesta, desde entonces el animal empezó a habitar la vieja casona. Mordía las hojas del árbol con timidez al principio, finalmente mordió una flor una noche, descubriendo con sorpresa las propiedades de aquella roja campanilla. Empezó a reír con las alas abiertas hasta caer de la copa del árbol al suave césped, ese fue el inicio de la debacle, de su caída brusca y vertiginosa, del destierro definitivo. . Luego de descubrir el alucinógeno efecto que este le producía, subía a él todos los días a comerse las flores y profería chillidos escandalosos y horrendos. Germán lo contemplaba con entusiasmo, en silencio, con una complicidad ornitológica, nunca le pareció prudente ni necesario comunicar el hecho a las tías o a su madre. A veces en la soledad de los domingos por la tarde, cuando la casa se quedaba vacía por el éxodo de sus habitantes a la misa, Germán y el loro compartían las rojas campanillas del floripondio y ambos reían desconsolados con los ojos desorbitados y amarillos, enfermos de reír. El loro entonces se sentía un mamífero, cuadrúpedo, un humano feliz. Germán se sentía un ave trepadora y en su mente escalaba cada recoveco del árbol hasta llegar a la cima para volver al suelo en un lento descenso de audaces caídas. Los gatos desde su soledad los contemplaban con pasmo, envidiando esa fugaz felicidad que los inundaba.

Un día cuando Germán fue al colegio el loro trepó al árbol con parcimonia hasta llegar a devorar una flor para luego entrar en trance y empezó el bullicio, sus neuronas en ebullición; fatalmente aquella tarde fue descubierta por la tía Genara, la más cucufata y moralista, la más escandalosa y cruel. Cruel también fue el castigo al que el lorito fue sometido. Fue sumergido en una tina de agua helada, el castigo fue público en la casona, los gatos paseaban inquietos observando de reojo el desenlace de la tragedia del loro fumón y drogadicto. Las tías lanzaban anatemas y sermones al ave pecadora que podía acarrear la desgracia a la familia entera por tan reprochable conducta. La Santa Inquisición, quedaba corta ante el cuadro dibujado por la ira y el temor aquella tarde de agonía.

Cuando Germán regresó a casa el loro estaba aturdido en un rincón de la entrada, temeroso y triste, su verde plumaje húmedo y revuelto lo mostraba como un guiñapo ridículo y abatido, era la imagen de un espantapájaros más que la de un pájaro multicolor. Las tías pusieron a Germán al tanto de la infamia mientras cenaban. Él no dijo nada, no podía confesarles que compartía esa secreta afición y optó por el silencio, mientras su conciencia le mostraba sobre la sopa el reflejo de aquellos días de interminable felicidad masticando esas dulces flores.

Desde entonces ambos fueron más cautelosos. Las reuniones para inhalar el perfume del pecado se convirtieron en nocturnas cenas florales después de la media noche, cuando todos en la casa dormían y los ronquidos se apoderaban de la soledad de los pasillos que conducían al jardín. Germán cruzaba el umbral de su habitación y en la oscuridad tenue de una bóveda estrellada se reunía con el ave a los pies del floripondio. Una noche inhalaron hasta el amanecer. Fueron despertados de su somnolencia por los primeros rayos del sol con el tiempo apenas suficiente para ocultarse y disimular su malestar. Sin embargo cuando Germán partió a la escuela el loro con la resaca volvió a las andadas y confundido entre las ramas del alucinógeno árbol continuó con la juerga hasta caer pesadamente del árbol, con tan mala suerte que lo hizo encima de uno de los gatos, dándole a éste la oportunidad por tanto tiempo anhelada para delatarlo de la manera más vil. El felino profirió un grito aterrador que llamó la atención de las viejas y el loro fue descubierto una vez más con la mirada desorbitada y la felicidad anidada en el interior de su alma. Esta vez el loro fue víctima de una golpiza que apenas pudo sentir por el estado en que se hallaba.

El loro fue conducido a la sala de la casa, lugar que siempre le había sido negado. Vagamente pudo ver el piso alfombrado de rojo, la inmensa lámpara que iluminaba el recinto y un olor a cedro que perfumaba el ambiente. El lorito concebía la escena como parte de su alucinación y sus chillidos felices delataban su perturbación, su goce secreto hecho público, su desgano a la vida y a las normas impuestas en ese mundo de señoritas al que no había pedido que lo llevaran.
-Loro maldito- dijo Genara con las venas dilatas por la ira – Es un mal ejemplo para mis gatos, mis mininos- Secundó Arnaldita, la más vieja de ellas –Debemos llevarlo al veterinario y que le pongan una inyección para que muera- Sentenció con frialdad Lina, la más malvada y cruel de todas ellas. El loro chilló con un graznido de espanto que alcanzó hasta las casa vecinas. Si se hubiera tratado de Gaspar, el macho felino que servía a sus gatunas mascotas lo hubieran atemorizado con cortarles las testes, pero tratándose de un pajarraco esa amenaza hubiera sido inútil, no hubiera causado ningún efecto, por ello la sentencia era cruel.

Sin embargo no llego a cumplir la fatal promesa. Pero el ave fue desterrada para siempre, obsequiada a una familia amiga que no poseía un árbol de floripondio. Los primeros días el loro desesperado en la soledad de nueva vivienda lanzaba graznidos desesperados y casi humanos, después en contados días su mirada se marchitó y su cuerpo tembloroso empezó a morir. Una mañana amaneció muerto sobre el frío cemento del pequeño patio que lo recluía, sólo así volvió a ser libre.

Cierto día cuando las tías viejas de Germán empezaron a sospechar que este se había vuelto un extraño vegetariano al descubrir unas flores de Floripondio en sus bolsillos cuando estaban a punto de lavar sus pantalones, prefirieron no correr riesgos y llevaron a un jardinero para que corte el viejo árbol de floripondio que las había visto crecer y envejecer en esa casa antigua, árbol que además les había brindado su perfume por más de treinta años, aroma que las hacía silbar, cantar y reír, cada día a las cinco de la tarde. Y un serrucho mutiló la vida del árbol en pocos minutos. Extrañamente desde aquel día las viejas cayeron en el desgano, las tardes no volvieron a ser las mismas como cuando el floripondio exhalaba su aroma y las colmaba de alegría de extraña y olorosa alegría.

La casa nunca volvió a ser la misma. Pero su sospecha inicial fue descubierta tarde. Ya Germán robaba campanillas de Floripondio por las noches de los parques cercanos y también ellas empezaron a salir por las tardes de casa a los parques vecinos, a sentarse en sus bancas para sonreír y también para aspirar esa exhalación dulce que de ellos brotaba. Reían, reían mucho como el loro, como el difunto lorito que hoy a lado de su Floripondio reían desde una dimensión desconocida puesto que ahora formaban la materia etérea, de una vida distinta, de la otra vida.



La secretaria 10:00 a.m.
Jueves enero, 5


La secretaria se levanta temprano, se mira al espejo y descubre que su rostro se ha llenado de diminutas arrugas, sus ojos se están achinando con unas patas de gallo que han asomado hace poco, empieza a preocuparse por estar quedando sola en la vida. Todas sus amigas se han casado, tienen familia, esposo, hijos, una casa propia y cómoda, un auto y muchos domingos para visitar a los suegros. Empieza a preocuparse porque se acerca a los cuarenta y no ha encontrado a alguien como el resto de sus hermanas, una se casó con un ingeniero agrónomo, ahora reside en Inglaterra, Otra con un agente de bolsa y ahora vive en centro América, la otra trabaja en un banco y está casada con dos hijos. El tiempo empieza ser una preocupación. Despacio se coloca en un gancho en el pelo enredado y se mete a la ducha, el agua que la toca también sabe que su cuerpo ya no es el mismo de hace veinte años, ahora es más áspero, la piel menos tersa. Se viste, desayuna ligero y va a la oficina a dos cuadras de su casa. Su sombra en la acera tampoco es la misma, está más gastada. El asunto de vivir en una casa con las sobrinas y la madre anciana no es algo que le agrade, la pensión del padre difunto apenas da para la casa, la casa es grande y los servicios son caros. Martha camina apresurada entre la gente, su paso deja una estela de perfume caro, perfume que empieza a hacerse cada vez más caro, perfume que se va alejando del sueldo cada vez más corto. El olor de la gente le incomoda, el sudor de los transeúntes que la rozan, que la asedian con la mirada, ella se aferra a su cartera, con fuerza con ansias, está casi colgada de ella, este mundo de pobres le es hostil, talvez porque ella es tan pobre como ellos pero ella se resiste a esa pobreza, se pelea con ellas a mordiscos, con las uñas pintadas y limadas decentemente, con el chanel y con la chompa tejida lana perlita, con los tacos aguja y los zapatos de cuero que le envió la hermana de Inglaterra.

Llega a la oficina y el portero como siempre le sonríe con esa sonrisa que ella ha detestado hace siete años diariamente, esa sonrisa de indígena redimido la fastidia, la fastidia esa postura de portero ordinario, las manos atrás sacando pecho, la frente hacia arriba, con una mirada digna. No entiende como un pobrete tan grande puede tener mirada digna. Sonríe también al pasar, entra apurada, su taco tropieza en una baldosa desalineada, cada día es lo mismo, hasta el tropiezo es el mismo, la misma prisa, los mismos anatemas y las mismas ganas de casarse inmediatamente con un príncipe azul y con cuenta bancaria, no con un pobretón. Por eso no puede casarse con Toño, el hambre y la necesidad son mala dupla. Mala manera la de empezar el día, con la angustia de sentirse vieja y sola, con poco tiempo por delante.

Su lúgubre oficina llena de papeles, la vieja máquina de escribir sobre el vetusto escritorio, la sillita de esponja con forro de marroquín que ha empezado a romperse mostrando sus entrañas de un relleno corriente, barato, como todo lo que ella detesta.

El sol de la mañana entra tenue por la ventana en los rayos que caen al piso se ve con claridad los millones de partículas cayendo lentamente al recinto, ese polvo también la molesta, tener que limpiarlo cada mañana, ahuyentarlo de los muebles cotidianamente, la franela verde entre sus manos era un trozo de vida agitando sus ideas, alborotando todo el minúsculo mundo de ideas y pensamientos. Ordenó los papeles con calma, con miedo, con ira. El ruido de las bocinas de la calle le llegaba también con molestia, con gran velocidad atravesaban la ventana y llegaban a ella como la voz de su amargura que le repetía su tragedia, sus años, su anticipada vejez.

-¿Un café? - Preguntaba al hombre de gris que había cruzado la puerta en espera del señor Ramírez. El hombre de gris había inundado la habitación de un fuerte perfume, su terno impecable lo delataba como alguien importante, su rostro bien afeitado adivinaba una suavidad mágica y el reloj en su brazo relucía al igual que su sonrisa.
-No, gracias- Y sentado esperaba auscultando minuciosamente los cuadros colgados en la pared, la Gioconda con su sonrisa enigmática, la ventana con su rayo de luz atravesándola, los millones de partículas de polvo que se filtraban desde la calle. El negro piso encerado y gastado. Una voz desde la radio hablaba del precio del dólar.




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